Pusimos rumbo a la zona de Omaña, pasando por una decena de pueblos, para llegar a Pandorado, lugar pequeño de montaña, anchas praderas y un pequeño santuario que data del siglo XVII.
Decidimos ir a comer a un restaruante muy casero, movidos por los comentarios de muchos conocidos que allí habían ido a parar.
Casa Yordas, con un nombre más deportivo que gastronómico, se encuentra ubicado a uno de los laterales de la carretera que cruza el pueblo.
Una pequeña casa, a la que entras y cruzas un recibidor, con un mostrador de madera que da a la cocina y el cual cruzando una puerta, te transporta a un salón comedor de ocho mesas de madera con bancos, sillas y artilugios típicos de una casa de pueblo tradicional.
Lo que más llama la atención es un pequeño rincón con una chimenea enorme en el techo, donde antiguamente en el centro de ese rincón, con piedras al rededor y leña, hicieran las delicias de guisos y potajes que aquella época tenían por costumbre comer.
Una señora muy amable, con voz dulce y una sonrisa nos ofrece el menú del día en papel, escrito a mano pero con una caligrafia más que correcta.
Ofertaban cuatro primeros, otros tantos de segundos y unos cuantos más de postre.
Me decanté por unos ravioli de carne y queso, que no eran muy tipicos leoneses, pero si era lo que más me tiraba (además, sabía que podría probar de otro plato ajeno para poder dar más opinión)
Un plato contundente, caliente, sabroso y sobre todo cremoso, que te hacía entrar en materia aunque tú no quisieras.
Probé el arroz con pulpo, chipirones y almejas, para mi gusto algo pasado de punto, pero yo soy de la vieja escuela, me gusta al dente, aunque el sabor fuera lo que más predominaba en el plato.
A continuación sí que no podía faltar un guiso, a fuego lento, de fogón, de esos que te inundan cuerpo y mente y te transportan a lo clásico, a lo que siempre fue, es y será.
Un buen plato de carne guisada. patatas y setas para guarnecer un plato, que casí se podía comer con cuchara. Lleno de sabor, de tradición y que llenaba el buche y aún así no se podía parar.
Un detalle a tener en cuenta, es que nos trajeron con los segundos platos, un bol de ensalada de lo más fresca, con tomate, lechuga crujiente y cebolla, un clásico y que se notaba que venía, si no de detrás de la casa, de una huerta muy cercana.
No podíamos irnos sin un postre, para aligerar esa comida tan abundante y en mi caso, una mousse de limón, en copa, esponjosa, fría y sí, después de mucho tiempo y muchas mousses probadas en distintos restaurantes, con mucho sabor a limón natural.
Un hombre como yo, que día a día se hizó y se hace más moderno con la alta cocina, la química molecular y el arte del buen hacer, no se olivda de lo clásico, de los sabores de verdad, de las bases... y es por eso que en lugares como este, es donde más me gusta comer al final, porque lo bueno y lo que viene de nuestras raíces, es lo que nunca nos cansa.
Nunca será reconocido por una guia michelin, o una guía repsol, pero como suelen nombrar ambos, es un lugar alejado, al que merece la pena acercarse.
Comida: 4,5
Local: 4
Servicio: 4
Valoración: ★★★★☆ 4,1
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